Bergen, Noruega, 1073
La noche caía de nuevo, y la
luna empezaba a asomar por entre los barrotes de la ventana que había en el
techo, su única y minúscula visión del
mundo exterior. Otro día que moría, otra silenciosa oscuridad que invadía su
celda. Y de nuevo era luna llena. La número veintidós.
Sus pies descalzos y
magullados se posaban sobre un charco de agua, fruto de la lluvia del día
anterior y de la humedad de la torre. Sus vestiduras, un día blancas, estaban
ahora rasgadas y sucias por el paso del tiempo. Sus manos, desesperadas,
ensangrentadas, llenas de heridas provocadas en un vano intento de trepar hasta
esa ventana día tras día durante demasiado tiempo. El pelo enmarañado cubría sus hombros
y se enredaba en su espalda, conservando aún irónicamente ese brillo azabache
que un día hizo que se enamoraran de ella. Sus ojos, subrayados de agua y sal,
hinchados y sin esperanza, pero tan profundos como el fiordo que se extendía al
pie de la torre.
Ya no le quedan fuerzas. Se sienta en el suelo, abrazada a sus rodillas,
mirando la luna, llorando amarga y desconsoladamente, desistiendo cualquier
intento de gritar. A su izquierda en la pared de piedra, las marcas de unas
cuentas sin sentido, signos de los días y las lunas que llevaba esperando su
regreso. Veintidós líneas escarbadas con sus propias uñas.
Entonces los recuerdos pasaron de nuevo por su mente, cortándole las
fuerzas con cuchillo de plata. Hubo un tiempo en que fue feliz, en que pudo
tenerlo todo. Hubo un tiempo en que ella le creía. Creía que él la amaba, la
deseaba, creía que estaría a su lado. Tan sólo tenía que ser paciente. Jetzel
era de todo menos paciente.
Markus era un chico de su aldea, un guerrero vikingo con espíritu
aventurero con ganas de ver los tesoros de otros mundos. Markus era, además, el
hombre de sus sueños. Tras una infancia difícil, ella le conoció en absurdas
circunstancias hasta que un día, bajo la luna, se prometieron amor eterno. Un
amor sesgado antes de dar fruto. Un amor que les apartaría hasta que él
regresara de la expedición que estaban planeando los habitantes de Bergen. El
día llegó y él partió hacia tierras hostiles con la promesa de riquezas,
tesoros, y una gloria eterna en el Valhalla. En el muelle antes de partir,
Markus le dijo:
-
No temas, espera aquí en el castillo, regresaremos en
veintidós lunas. Y con el botín que obtengamos podremos vivir tranquilos y
juntos el resto de nuestras vidas. Tú eres la única expedición que quiero hacer
cuando vuelva por el resto de mi vida. No temas, en el castillo te cuidarán
bien, saben quién eres, y saben quién soy – dijo él mientras acariciaba
suavemente su mejilla izquierda.
Y así ella se quedó en la orilla, viendo como los barcos partían dejando la
población desprotegida, llena de esposas tristes e hijos huérfanos. Dejándola a
ella con el corazón hecho pedazos, pedazos muy pequeños.
Esa noche durmió en el castillo bajo el abrigo del fuego y la leña, serena,
triste pero esperanzada… las noches pasaron con sus sucesivos días y ni rastro
de mensajero que dijera que todo iba según lo planeado. Las gentes del pueblo y
del castillo empezaron a preocuparse y a susurrar qué harían con la joven si no
regresaban a tiempo.
Pasaron los inviernos, las primaveras, y cada vez se iban olvidando más de
ella. Ya no le ofrecían un plato de comida caliente, ya no le avivaban el fuego
ni le daban mantas… hasta que un día le dijeron que otra persona iba a ocupar
sus aposentos, y que si quería seguir en el castillo, tendría que trasladarse a
la torre más alta y fría de todas: la Torre de la Rosa.
Ella, por no molestar, así hizo. Y allí en la torre se quedó. Y los
inviernos volvieron a pasar. Una mañana descubrió que la puerta tenía la llave
echada, que alguien se la había llevado, que no podía salir. Estaba prisionera
no sólo en alma sino también en cuerpo.
De pronto Jetzel volvió al momento presente, allí sentada en medio de la
torre con la luna llena bañando cada poro de su piel. Había esperado demasiado.
Ya no tenía sentido seguir sufriendo. Ya no tenía sentido seguir albergando
esperanza alguna. Ahora tan sólo quería terminar con todo aquello y ser libre.
Y nadar.
Se arremangó las vestiduras, se ató el pelo, y comenzó a trepar con uñas,
dientes y las pocas fuerzas que le quedaban hasta tocar los barrotes de la
ventana de la torre. Eran ásperos y fríos, pero con el suficiente espacio como
para deslizarse entre ellos y escapar de esa tortura. Y así hizo. Y escapó.
Pero ahora la pregunta era: ¿a dónde voy?
Una vez fuera, allí en lo alto del castillo, divisó todo el fiordo, sereno
y majestuoso a sus pies. El mismo que se llevó a su amado, el mismo que se
llevó su vida.
-
Ya nada importa. Ya nada tiene sentido. Sin él no sé
vivir, no puedo seguir adelante yo sola. No quiero ni tengo fuerzas. Las agujas
de mi pena se han clavado tan hondo dentro de mí que no puedo avanzar sin él.
Markus no ha venido a salvarme, por tanto no merezco ser salvada. Y ahora solo
quiero nadar y ser libre. Y dejar todo esto atrás – se susurró a sí misma entre
llantos.
Y fue entonces cuando se subió a una de las almenas de la torre, levantó la
vista al cielo para contemplar la luna por última vez, cerró los ojos, abrió
los brazos, y se dejó caer… un vacío eterno la esperaba bajo sus pies, un
fiordo sin final sería ahora su lecho eterno, una cama de olas serían por tanto
las que le darían su último abrazo hasta perderse en el abismo.
Sola y fría fue aquella noche en que la luna brillaba, y oscuro destino el
de nuestra Jetzel.